El rapto ha sido un tema habitual en la pintura mitológica. Rubens nos ofrece varios de ellos desde la galería central del primer piso del Museo del Prado, con la exuberancia que le caracteriza. El rapto de Europa, el de Proserpina o el de Ganímedes… en ellos la confrontación con las pasiones humanas se sublima bajo la narrativa de la historia mitológica y en la intrincada composición de sus figuras.
Otros artistas son raptados , no ya por figuras mitológicas, sino por otras obras ; por la pasión y atracción que despierta cuando toca algún escondido resorte del propio inconsciente, por la incógnita que flota en el aire al ver esa obra o simplemente por admiración y goce estético. Supongo que algo parecido llevó a Carlos León a visitar una y otra vez el cuadro del Cardenal Niño de Guevara del Greco en el Metropolitan de Nueva York; visitas que han terminando generando el nacimiento de la obra que ahora podemos ver en la exposición “Entre el cielo y la Tierra. Doce miradas al Greco cuatrocientos años después” en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, un tríptico de considerables dimensiones con el mismo título que su predecesor.
Y otros más, somos raptados por la potencia de una imagen , antes incluso de ver la obra en vivo. Sucumbiendo a la pasión que se despierta y que poco tiene que ver con raciocinio alguno. Pues sino, no estaríamos hablando de rapto.
Del encuentro casual con la imagen de la obra “Cardenal Niño de Guevara, 2013” de Carlos León ya comenté en un post anterior (Del Greco a Carlos León), no es cuestión de volver a ello. Pero ¿qué pasa cuando llega el momento de ponerte de verdad frente a la obra en ese cuerpo a cuerpo en el que se produce, o no, la química con ella? ¿Te has formado una idea preconcebida de ella y al verla te sorprende que no se adapta a tus expectativas? ¿Qué encuentras y ni habías imaginado? La información que te llega es mucho mayor y más rica que en aquella pequeña imagen del Facebook. La tienes ahí, frente a ti, y empieza a desplegar un sinfín de matices, de sonidos, de texturas y aromas que no percibiste antes. Comienza en ese instante un baile de sensaciones en un rapto, ahora consentido y buscado, anhelado incluso.
De lejos, en la distancia al acceder a la sala, la impresión del tamaño. La gama de rojos en diferentes intensidades como una nube delicada a la que te vas acercando. Un tanto vaporosa, primer aroma.
De repente, a poco más de dos metros del cuadro el corazón se encoge, y algo comprime las propias entrañas. Como si un tambor lejano habla de un dolor infernal a través de ésta pintura, y se hace por un momento insoportable.
Qué cruda resulta su contemplación, el brillo del Dibond blanco de fondo aporta una frialdad que todavía hace que ese fluido vital duela más.
De cerca, la carnalidad de esta obra resulta absoluta, impactante.
Una de estas ocasiones en las que la abstracción es puro realismo. Si el Greco en su pintura llegó en mucho momentos a fragmentos cercanos a la abstracción, Carlos León realiza el viaje contrario, desde la abstracción no se puede ser más veraz y auténtico en el motivo y la energía que generan el cuadro.
Las huellas, el rastro; prueba de lo acontecido, hablan entre gritos y susurros del proceso que allí se ha gestado. La experiencia vivida en la confrontación con la mirada del inquisidor; y al tiempo con todo el poder y dolor más sangriento y malvado traído por la Iglesia mediante personajes como el Cardenal Niño de Guevara y que ha seguido impregnando con su rastro nuestra historia.
Quizás la inspiración para realizar este cuadro, como dice su autor, fuese pensar en esa tensión sostenida o duelo entre el Greco y el inquisidor, esa tensión en el ambiente mientras era pintado, y que ha quedado impresa en el cuadro del cretense. Yo me pregunto si realmente la confrontación es entre el Greco y el inquisidor o es Carlos León mirando una y otra vez al Cardenal en el Metropolitan quien reta a la maldad encarnada en la turbia mirada de Niño de Guevara.
Me imagino a Carlos León fundiéndose con el propio Greco y lanzado, cuan demiurgo de fuerzas invisibles, a una lucha a muerte con el propio Cardenal sobre la superficie del cuadro.
Duelo de titanes, hoy y aquí su rastro.
El ropaje , con esos rojos que simbolizan tanto el poder como el dolor, une por su color las dos obras con más de cuatrocientos años de diferencia; y las une a un nivel visual, de superficie. Pero la verdadera confrontación y unión es de una desnudez y carnalidad absoluta. Va más allá de la piel, del color, va al torrente emocional, visceral, ancestral por el canal de las entrañas y de la memoria.
Los brillos que perduran en alguna zonas concentradas de pintura mantienen todavía fresco y reciente el acontecimiento a nuestros ojos. Los diferentes ritmos marcados por el sutil cambio de tono desde el color de la sangre que acaba de abandonar en ese mismo instante un cuerpo hasta el color de tono más pardo que empieza a oxidarse, a secarse.
Es sobrecogedor el cambio de ritmo en los movimientos de las manos sobre la superficie del Dibond. Son los dedos los que distribuyen la pintura como el pianista que roza la teclas de su piano embargado por el frenesí de la música; pero no son los dedos del pintor, es todo el cuerpo y todos los cuerpos desde entonces ahora canalizados en el de Carlos León los que están realizando esta danza violenta entre la vida y la muerte, contra la maldad del poder más abyecto, de aquel que impone su voluntad marcando los designios de otras vidas. Campo de batalla, la pureza y asepsia del blanco hospital o el de los linos eclesiásticos.
Los ritmos se suceden en todas direcciones e intensidades de presión. Desde el golpe seco, al roce que quema por iracundo, al apoyo de una mano marcando su huella, a la sutileza de una caricia cansada, a la palma que resbala o al líquido que cae en un indicio de borrar lo imborrable.
La música suena en el interior del pintor atravesando tiempo y espacio. De Toledo a Segovia, a Nueva York, a Madrid; del siglo XXI al XVI y retonando al XX, al XXI. Y la vemos sonar en silencio, escuchando el color, el trazo y el alma de esta obra.
Toda una ópera en tres actos.
No deja de ser curioso como la música de la obra de Marina Núñez se acopla en la distancia a la visión de la obra de Carlos León como si de una danza desde las profundidades del alma y de los tiempos se tratase. Confluyendo en ese “no se qué” universal que atraviesa el Arte, a Carlos León, al Greco, a Marina Núñez y a todos y cada uno de los que entramos en ese espacio y nos atrevemos a dejarnos raptar por ésta pintura con la obra del Greco latiendo en sus profundidades.
Toda una ópera en tres actos.
Unos minutos después estaba frente a la obra de Marina Núñez en la misma exposición, y no pude por menos que preguntarme si esa figura-llama de fuego encerrada y girando sobre sí misma, no sería la misma que estaba ardiendo en la obra de Carlos León.