En una de las salas de la exposición El greco y la pintura moderna que actualmente exhibe el Museo del Prado hallamos, silencioso, abstraído y ausente de cuanto acontece frente a él; El Anacoreta de Ignacio Zuloaga.
Sorprende y embelesa.
Anacoreta de Zuloaga
Su absoluta presencia firmemente arraigada en la tierra que pisa ejerce una tensión anímica inquietante con la mirada más allá de los límites del propio cuadro. Allí, hacia lo alto, al lugar desde donde le llega la fuente de luz que lo tiene en ese éxtasis contenido, como si todo su ser fuese a salir del cuerpo por la abertura en el pecho de su hábito o directamente por garganta y ojos.
La mirada tiembla, vibra en esos ojos vidriosos que tantas veces hemos visto en las obras del Greco: San Pedro en lágrimas o algunas de sus Magdalenas son un ejemplo de ello. En estos, como en aquellos, la mirada va más allá del cuadro, a algún lugar superior luminoso, del que nos hablan en silencio.
Zuloaga no sólo admiró al Greco. También coleccionó su obra, difundió entre sus conocidos al artista y su obra, lo copió y se embebió de su hacer pictórico; fuente constante de inspiración, cuando Zuloaga exhala a través de sus pinceles, el álito del Greco impregna sus cuadros.
En éste magnífico Anacoreta del Museo de Orsay de París podemos sentir al Greco en la monumentalidad de la figura ocupando prácticamente toda la escena del cuadro; en la sinuosidad ligeramente serpenteante de ese cuerpo estilizado de cabeza pequeña. Lo vemos en sus cielos tormentosos de luces grisáceas que se funden con una tierra en movimiento. Así como en el propio tema elegido, santos o anacoretas, son personajes que habitan un mundo a medio camino entre lo visible y lo invisible.
En las paredes del Prado contemplamos el cuadro al lado del San Bernardino de Siena del Greco. Es innegable su relación, su proximidad y afinidad. Ambas obras comparten un fuego pictórico arrebatador. Cada una con sus peculiaridades nos trasmite la energía tan poderosa con la que han sido creadas. Si tenéis la fortuna de estar frente a ellas, ya que en las reproducciones esto como otras tantas cosas se pierde; os animo a acercaros a su piel y en esa intimidad de la mirada, deleitaros con la textura de su pintura, las huellas de los pinceles que las han acariciado en ese frenesí creador. Y desde ese privilegiado lugar en relación con la obra, descubrir su verdadera naturaleza.
Porque aunque uno sea hijo de su admirado predecesor, la naturaleza de ambos cuadros y pintores está más que diferenciada. En ambos vibra la pasión arrebatada, puro fuego, pero mientras el cretense crepita en las lenguas de la llama siendo aire; el vasco lo hace en el centro, donde la materia se hace fuego y tierra.
Trataré de aclarar esta peculiar interpretación, que me sobrevino frente a ambos cuadros.
San Bernardino. El Greco
Deteniéndonos en los cuerpos de ambos personajes. San Bernardino, a pesar del peso y corporeidad de su hábito, se nos muestra lánguido, ingrávido, ausente. Manos y pies diminutos, frágiles, casi incorpóreos en una pincelada acuosa y barrida. A pesar de la magnitud de la figura, y de mirar a las mitras del suelo, no parece que esté en la tierra. Se da una cierta flotación como si la materia que lo conforma estuviese más cercana al cielo tormentoso y variable que a las mitras papales que ha rechazado. El cuadro resulta inquietante , desasosiega; ya trasmitir esto resulta asombroso.
En cambio el Anacoreta de Zuloaga por más que eleve su espíritu a través de su mirada, de lo cual no hay duda; se encuentra firmemente asido a la tierra por una estructura ósea que delatan sus manos y pies de artríticas articulaciones, así como su cabeza a pesar de su reducido tamaño. La dimensión, forma, peso y textura de éstas extremidades nos recuerda a unas firmes raíces bien arraigadas en la tierra. Incluso el traje, de estructura más o menos piramidal y grueso tejido, refuerza esta solidez.
Si dirigimos nuestra mirada al paisaje que rodea a ambos personajes; observamos de nuevo éstas características, más aéreas y vaporosas en uno; y más terrestres, matéricas y afianzadas en el otro. El cielo en San Bernardino deja ver el lienzo desnudo, tan solo cubierto con la imprimación preparatoria de la tela. A lo largo de la extensa superficie del cuadro se van alternando zonas con más o menos pintura y algunos empastes en blanco que aportan luminosidad a la composición. La pintura como rachas de viento se suceden azotándonos enérgica, decididamente, presente en múltiples capas de diferentes intensidades. Esto también contagia a la ciudad de fondo y a la tierra en la que San Bernardino insinúa apoyarse.
Zuloaga en cambio, es denso, matérico. Su cielo tormentoso va y viene una y otra vez como las ideas obsesivas en un movimiento sinuoso en torno a la cabeza de su Anacoreta, como los movimientos de un pincel sobre la arena. Y esa misma materialidad y corporeidad del cielo se repite en la zona de tierra. Curiosamente, esta zona ocupa una parte importante del cuadro, a diferencia de San Bernardino.
A Zuloaga le pesa la tierra, su tierra y sus ancestros pictóricos. Mantuvo siempre una fuerte vinculación con los maestros del Siglo de Oro y Goya. No puede ni pretende evitar su propia naturaleza, sus raíces.
En cambio, Domenicos Theotocopoulos, vivió toda su vida en el desarraigo, siendo de muchos lugares y de ninguno. Su carácter cretense, isleño, viajero lo llevó más cerca del viento o quizás del agua y sus reflejos.
¿Las experiencias vitales de cada artista, acaso no conforman su obra y están siempre latentes en ella de una u otra forma?
Estas obras hablan por sí mismas y quienes las pintaron destacan por la fidelidad a sí mismos. Lo que no cabe duda es que ambas obras son excepcionales.