Han pasado ya unos meses desde que visité la exposición “ Velázquez y la familia de Felipe IV” en el Museo del Prado; en la que destacaban, sin menosprecio alguno del resto de su obra, algunas joyas de lo más exquisitas en la Obra de Velázquez. Como es el caso del retrato del Papa Inocencio X.
Apenas había dado unos pasos en el interior de la sala cuando se me apareció a la derecha. Imponente, con una fuerza arrebatadora.
Enfrenté su mirada a unos dos metros de su cuerpo. El vello de mis brazos se fue erizando lentamente, mi mandíbula cayó por su propio peso permitiendo que el aire entrase en una sola bocanada en mi interior, y dos lágrimas surcaron mis mejillas.
Quedé paralizada por la emoción de puro gozo estético por la obra que tenía delante de mí.
Esa mirada.
A veces sueño con ella.
Aquello no era pintura, era alma en estado puro. Con razón el propio Inocencio X al ver finalizado su retrato le dijo a Velázquez que era “impúdico” por la veracidad con la que había sido pintado, captando toda la humanidad de un hombre complejo que parece estar incómodo en esa piel de poder al tiempo que revela ambición. Contradicciones que no escaparon a los pinceles del genio español.
Pero no solo es que Velázquez mirase, y viese de verdad al Papa; es que Velázquez y el propio Papa Inocencio X, a través de ese retrato nos sigue viendo a nosotros. Y no digo mirando, sino viendo.
Había visto esa obra en reiteradas ocasiones en las páginas de varios libros, pero nunca me había impactado de esa manera; el cuerpo a cuerpo con la obra tiene algo mágico, especial. Es ahí donde los cuadros hablan. Y este no hablaba, me estaba desnudando! Había entrado directamente por los poros de mi piel.
Tres meses después, tenía frente a mí al Cardenal Niño de Guevara del Greco, en la exposición El Griego de Toledo en el Museo de Santa Cruz en Toledo. La conexión con el retrato de Inocencio X de Velázquez es indudable, o mejor dicho, al contrario dada la diferencia generacional entre ambos pintores.
Sí, Velázquez admiró al Greco. Fue fuente de inspiración en su trabajo, no solo en el tratamiento y composición de algunos de sus cuadros, también en la factura de esa pincelada enérgica y vital.
La vestimenta de Niño de Guevara es asombrosa en sus calidades, casi la puedes tocar. Pero no dan ganas de acercarse, la distancia es nuestra salvación. Esa mirada bajo las lentes circulares, la tensión del cuerpo, esa mano izquierda presionando la empuñadura del sillón donde se encuentra nos trasmiten toda la tensión y fuego interno contenido en el gran inquisidor desnudado por los pinceles del Greco en una magistral obra.
Ante esta obra, y conociendo la historia del propio retratado, me pregunto si la gama cromática que lo viste corresponde realmente al emblema de poder que sustentaba en su cargo eclesiástico o a la sangre, violencia, dolor que infligió con sus actos sobre aquellas personas que tan solo vestirían un sayo blanco, en algunos casos.
Probablemente a ambos.
La rabia, furia, dolor, maldad, desasosiego, fervor vital, contradicción humana que permanece contenida en la representación de estos dos personajes, estalla sin remedio ni posibilidad de contención en la interpretación de Inocencio X que hace Francis Bacon unos siglos después.
Un grito ensordecedor.
Pura angustia vital.
Son otros tiempos. El artista puede hablar de su mundo interior, puede gritar a través de su pintura y lo hace. El siglo XX lo liberó. Puede responder al mundo abiertamente con los medios de que dispone.
¿Pero acaso hay tanta diferencia con lo que hicieron también El Greco y Velázquez?
En mi opinión, no. Quizás en la forma, en los medios, pero no en el fondo. Ellos también hablaban a la sociedad de la que formaban parte a través de su obra, y posiblemente guardando las formas que la época imponía, sugirieron más que evidenciaron.
Cierto que la concepción del propio trabajo del artista ha cambiado. Y que la lectura que hoy hacemos de aquellas obras es subjetiva y está condicionada por nuestro momento cultural. El salto es considerable, históricamente hablando. Pero hay algo que le es consustancial a la obra de arte. Su alma.
Esta mañana, al despertar y mirar mi teléfono móvil he visto la publicación que había realizado un buen amigo en su muro de Facebook sobre la obra que Carlos León ha expuesto en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid en la exposición “Entre el cielo y la tierra” comisariada por Isabel Durán, en la que doce artistas rinden homenaje al Greco.
No me la quito de los ojos. Y anhelo el momento de vivir ese cuerpo a cuerpo con ella. Porque quiero sentirla de verdad. Tendré que arreglar mi agenda para escaparme en cuánto sea posible a Valladolid.
Es como si Niño de Guevara hubiese saltado del sillón con la mirada encendida en sangre; rasgando sus vestiduras hubiese al fin gritado, y a través de él, también todas las personas que condenó. Como si ese flujo de sangre/vida universal se estuviese retorciendo en esos lienzos conectando el frenesí de la pincelada del Greco con los dedos y el cuerpo de Carlos León, pasando por Velázquez, Bacon y otros muchos.
¿Realmente hay tanta diferencia entre las obras históricas y las contemporáneas?
En apariencia, un abismo. En el fondo… no lo creo, no cuando vamos al corazón de esas obras. Es como si fuesen una sola, universalmente conectadas.